Por Agustín Walker, voluntario de Leasur
En Febrero de este año 2018, la Fiscalía de la Corte Suprema elaboró un informe en el que detallaba ciertos puntos críticos de la situación de las cárceles chilenas. Entre ellos, hay uno frecuentemente olvidado en las discusiones sobre las penas privativas de libertad, pero que presenta una particular relevancia a la hora de pensar en sanciones respetuosas de la dignidad humana y que permitan la (re) inserción social: los larguísimos períodos de encierro a los que se somete a las personas privadas de libertad. Según este informe, pasan en promedio 15 horas dentro de sus celdas, existiendo ciertos casos particularmente graves, como el de la ex penitenciaría, con períodos de encierro de 17 horas.
El asunto de los extensos períodos de encierro es en sí mismo una vulneración a las garantías fundamentales de las personas privadas de libertad, pero el problema se agudiza por las muy altas tasas de hacinamiento existentes en Chile. Cuando combinamos las 15 horas de encierro, con el 146% de sobrepoblación que tienen nuestras cárceles, el asunto pasa a ser una alarmante transgresión a la salud física, mental y a la dignidad de las personas privadas de libertad, que no son admisibles en un Estado de Derecho.
Por otro lado, esta problemática genera otra consecuencia alarmante, pues quienes sufren estos períodos extensos de encierro no reciben alimento alguno en esas 15 horas, acumulándose el desayuno, almuerzo, y comida en períodos de 7 u 8 horas, tal como certifica el informe de la Fiscalía de la Corte Suprema. Con esto, se generan preocupantes déficit alimentarios en las personas privadas de libertad, sumado a la ya deficiente calidad de la alimentación que reciben.
Además de ser un asunto en sí mismo grave, la situación de los encierros prolongados genera directamente dos graves problemas en cómo se ejecutan las penas en Chile:
Primero, revela la concepción que como sociedad tenemos de la sanción privativa de libertad: entendiendo que la cárcel debe ser un constante castigo y tormento para quienes la sufren, un castigo que vaya mucho más allá que la imposición de limitaciones a la libertad personal. Refleja una noción de la cárcel como un espacio que debe sufrirse y padecerse, donde cada momento debe ser una profundización del castigo impuesto por el quebrantamiento de una norma de conducta. Eso explica que no exista una fuerte reacción social cuando se dan a conocer hechos de esta magnitud. Quizás la idea que subyace lo anterior, es que el sujeto dejará de delinquir en la medida en que la sanción impuesta sea más gravosa (el discurso de la famosa “mano dura” como solución).
¿Pero tiene algún asidero en la realidad ese planteamiento? Sin duda que no, y ese es el segundo gran problema que genera esta situación: que dificulta considerablemente las posibilidades de reinserción. Tal como lo expresa la Corte Suprema en su informe, los largos períodos de encierro rompen con el llamado principio de normalización, creando una realidad muy diferente a la del “medio libre”. Consecuencia de ello es que, recobrada la libertad, la posibilidad de (re) adecuarse a las lógicas de la vida en libertad se dificultan considerablemente, profundizando una sensación de desajuste entre esa persona y las normas de funcionamiento de la sociedad, y agudizando con ello, el desapego con las normas de conducta que rigen en la sociedad. Por tanto, quienes bajo un punitivismo exacerbado, no creen que deba darse importancia a las vulneraciones que se producen dentro de los espacios de privación de libertad caen en una lógica contraproducente, propiciando la reincidencia y la marginalidad.
Por tanto, el problema en su conjunto es realmente grave: hoy, las personas privadas de libertad pasan 15 de las 24 horas del día encerrados en celdas sobre pobladas y en pésimas condiciones, profundizando los efectos negativos que la cárcel (en sí misma) genera. Las vías de acción ante esto son dos: o permitimos que gane el punitivismo irreflexivo, y avalamos esta realidad, entendiéndola como parte del castigo; o intentamos dotar de dignidad las penas privativas de libertad, y comprendemos que la única restricción recae en esa libertad, y no sobre la dignidad de las personas encarceladas. La primera vía deshumaniza nuestra sociedad, e impide la (re) inserción social, perpetuando marginalidades. La segunda nos acerca a un piso mínimo de respeto a las garantías fundamentales de estas personas que se encuentran bajo el resguardo del Estado. Por todo lo anterior, hacemos un llamado a considerar, con más consciencia esta segunda vía, y busquemos alternativas para evitar los encierros dentro del encierro -“encierro al cuadrado”- que sólo trae más consecuencias negativas que soluciones.